Voladores o Papagayos
multicolores solían en el paseo invadir el cielo de la ciudad eternamente recostada sobre el
Orinoco. Chicos y grandes hacían posible una tarde inolvidable y los viejos hacían memoria y contaban historias de las
jubilosas temporadas de vientos fuertes para montar los artefactos de papel y
varilla justamente cuando no había aviones sino gaviotas y zopilotes surcando
el cielo de Angostura.
Todavía en 1969,
tiempo de cuaresma, cuando la brisa sopla abundante desde el Este y los
voladores, papagayos, cometas y barriletes, no tardaron en remontar el cielo ya
teñido por el crepúsculo que se filtraba desde el occidente por los claros del
puente Angostura hasta reflejarse de lleno sobre el Orinoco.
Aquí frente a
la piedra del Medio y desde la zona ribereña del Mirador Angostura, la juventud
montaba con emocionado orgullo sus multiformes voladores.
La gente de
toda edad, clase y tamaño se acomodó en las gradas de una tribuna colocada por
soldados del ejército y los que no encontraron espacio, cubrieron inquietos los
alrededores hasta tocar con sus pies al río de las sietes estrellas. Fue un
espectáculo hermoso, una tarde especial para los niños.
Hubo premios,
desde una bicicleta hasta un par de patines y reloj de pulsera para los chicos
más expertos en montar sus voladores. Los hubo de todos los tamaños y de la más
variada formas, con doble cola, escalonadas de puntillas cortantes y sus hilos
largos, tensos y con grandes barrigas que se perdían en el aíre. Voladores con trompetas
y papeletas que vibraban ruidosamente, los que daban vuelta y respondían a las
más estilizadas y ágiles figuras.
La emocionante
diversión de los papagayos que había desaparecido de estas tierras desde que se
iniciaron los vuelos espaciales, tomó vida de nuevo con motivo del Festival del
Niño que aquí prácticamente se había afincado y que culminaba el 24 de
diciembre con el gran reparto de confites y regalos.
En los países
orientales como China y Japón, el juego
es antiquísimo y en Venezuela este arte y afición
nos vienen desde la Colonia, al igual que en otros países de la América
Latina como México y Cuba, donde nuestro tradicional volador recibe el nombre
bonachón de “Papalote”.
En nuestro país, además
de cometa y volador, también se le dice “Papagayo” y “barrilete” y los hay de
formas múltiples representando peces, pájaros, mariposas, murciélagos, mujeres
y hasta instrumentos musicales, provistos de una cola larga y una lengüeta de
papel tras la trompeta que vibra con el viento.
El tráfico de la ciudad
moderna, los postes y tendidos del alumbrado eléctrico prácticamente han
acabado con el cometa. También los aviones que vienen siendo grandes e
invencibles competidores.
La emoción del papagayo
prácticamente se ha perdido y solamente de él está quedando el recuerdo o la
vivencia trasladada a los libros, como esta de Juan Rulfo, en “Pedro Páramo”:
Pensaba en ti, Susana. En las
lomas verdes, cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá
abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de
la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento.
“Ayúdame Susana”. Y unas manos
suaves apresaban nuestras manos. “Suéltame más hilo.
El aire nos hacía reír, juntaba
la mirada de nuestros ojos, mientras el hilo corría entre los dedos detrás del
viento, hasta que se rompía con un leve crujido como si hubiera sido trozado
por las alas de algún pájaro. Y allá arriba, el pájaro de papel caía en maromas
arrastrando su cola de hilacho, perdiéndose en el verdor de la tierra. (AF)
No hay comentarios:
Publicar un comentario